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2015-03-27
 

Ricardo Camacho: volante de creación del Teatro Libre

 
Foto: Álvaro Franco, Ricardo Camacho y Guardias​. Cortesía: Teatro Libre
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Con motivo del homenaje que MinCultura le rendirá este 27 de marzo, en el marco del Día Internacional del Teatro, el director del Teatro Libre habla sobre lo que más gusta hacer en la vida aparte del fútbol: el teatro.

 

“Yo era jugador de fútbol y jugaba ―era el número 10―, pero tuve que parar muy joven ―32, 33 años― por el Teatro y los viajes; esa época la recuerdo con mucha nostalgia”, declaraba Ricardo Camacho, director del Teatro Libre, al término de la siguiente entrevista realizada en la platea del Teatro Libre de Chapinero. Esta sala, junto a la del barrio La Candelaria, en el centro de Bogotá, ha visto la consolidación de una propuesta estética y artística que se remonta a las aulas de las universidades de los Andes y Nacional, en la época en la que afloró el movimiento político estudiantil de los sesenta y setenta.
 
Fundador del Teatro Libre, que en 2013 cumplió 40 años, es su actual Director Artístico. Ha dirigido obras de Antón Chéjov, Ann Jellicoe, Peter Weiss, Bertolt Brecht, Jairo Aníbal Niño, William Shakespeare, Ramón del Valle-Inclán, Arthur Miller, Edward Albee, Athol Fugard, Eduardo Camacho, Tirso de Molina, Milan Kundera, Piedad Bonnett, Nikolái Gógol, Gabriel García Márquez, Esquilo, Harold Pinter, Molière, Jon Fosse, entre otros.
 
“Me ha tocado echarme esto a las costillas, pero no ha sido solo y no me veo como un mártir del Teatro. Siempre saco la frase de Sade enMarat/Sade, cuando le dice a Marat: “Hoy eres Marat, mañana morirás y te harán un monumento y un gran homenaje. Después, te desenterrarán y pisotearán tu cadáver. Y, al cabo de los años, dirán: ¿Marat? ¿Y ese quién era?”, dijo Camacho en una entrevista que hace parte del libro conmemorativo de los 40 años del Teatro a su cargo.
  
Hacer teatro
  
Usted quería ser futbolista…
  
Yo era muy aficionado al fútbol cuando era estudiante de primaria y secundaria, pero dedicarme a ese oficio en esa época hubiera implicado dejar el colegio, y eso estaba fuera de toda consideración. Y aunque seguí jugando como aficionado durante mucho tiempo entré a la Universidad de los Andes a estudiar Filosofía y Letras.
 
No tenía muy claro que quisiera ser filósofo aunque a mí me gustaba mucho la literatura y la filosofía. Y desde que comencé la carrera formamos un grupo de teatro con algunos de mis compañeros.
 
¿Si hubiera tenido la posibilidad de estudiar teatro, lo habría hecho?
  
No, porque la formación que me dio la Universidad no me la hubiera dado una Escuela de Teatro. Yo no soy actor y la Universidad me posibilitó tener una formación de carácter humanista o, para decirlo de otra manera, universal.
 
Sin embargo, usted ya había tenido la oportunidad de hacer teatro en el colegio…
 
Pero a mí nunca me interesó actuar, y las veces que lo he hecho ha sido porque me ha tocado remplazar a alguien. Cuando estaba en bachillerato, junto con algunos compañeros con quienes compartíamos intereses por la literatura, las artes y la política, decidimos montar una obra; yo me propuse como director y ahí comenzó la cosa: un ciego guiando a otros ciegos.
 
¿No resulta un poco raro eso de querer dirigir sin haber actuado?
 
No, no, no. Hay muchísimos, pero muchísimos directores de Teatro que nunca han sido actores. Es más, en el Teatro contemporáneo son muchos más los directores que no son actores a los que sí lo han sido, porque la importancia radica en que el director sea capaz de entender cómo funciona un actor.
 
Hay directores que no entienden eso, y lo que les importa es ver un espectáculo acabado con énfasis en aspectos visuales y estéticos, pero que no trabajan con los actores. Yo estoy en la orilla opuesta.
 
¿Cómo llega a esa conclusión?
 
Esas son cosas de carácter intuitivo, y desde que yo comencé a hacer teatro me interesó trabajar con actores. Antes les decía qué debían hacer, cosa que hoy no hago, porque espero que el actor sea quien proponga.
 
Hace poco comentaba que usted no recuerda haber tomado más de dos clases de Teatro. ¿No resulta contradictorio haber decidido dedicar buena parte de sus esfuerzos a la docencia?
 
Lo que pasa es que el mundo ha cambiado y, aunque durante muchísimo tiempo los actores no asistían a escuelas de Teatro ―tendencia que data de finales del siglo XIX, comienzos del siglo XX―, comenzaron a surgir una serie de maestros que son los padres del Teatro desde el punto de vista del actor.
 
Stanislavski y Grotowski investigaron de una manera profunda, y por las razones que fuera, el arte del actor más allá del empirismo, que era la técnica imperante: un actor joven copiaba lo que hacía otro más viejo, hasta que alcanzaba ese nivel aunque sin saber muy bien cómo.
 
Quizá debido al hecho de no haber tenido una formación teatral, pues me interesó mucho este tipo de investigaciones y me dediqué a estudiarlas: leí, indagué e investigué a la par de continuar con la práctica.
 
Intereses que lo llevan a formar una primera Escuela de Teatro…
 
A finales de los años ochenta el mundo había cambiado, y los actores jóvenes clamaban por una formación. El Estado había cerrado la Escuela Nacional de Arte Dramático y comenzaron a llegar nuevos métodos de formación para actores. El empirismo había dejado de funcionar, al menos para el caso del actor de Teatro.
 
¿Por qué? Porque usted no puede usar su voz natural en un escenario, debe tener una técnica para respirar y su cuerpo debe ser adiestrado. De ahí sale el trabajo pedagógico del Teatro Libre y la formación de la Escuela: de la necesidad de transmitir una experiencia y de buscar a los actores que puedan continuar con este trabajo.
 
El actor Andrés Parra comentaba al respecto que usted es autor de su propio método…
 
No, eso sería ganar indulgencias con Ave Marías ajenas, lo que ocurre es que el Arte en general es cleptomaniaco, así es que quien se declare como el creador de un método particular de formación para actores es un charlatán, o un demente, o un estafador.
 
¿Qué hace uno? Tomar cosas de aquí y de allá, de lo que ha visto, ha viajado, y de las lecturas que ha hecho, para luego usar toda esa experiencia de acuerdo a unas circunstancias concretas.

 
 
 Adaptar una obra
 
Una de las primeras obras que usted monta es una adaptación de un cuento de Mario Vargas Llosa, y ocurre así con muchas otras obras. ¿Por qué prescindir de piezas que fueron concebidas para el Teatro?
 
El Festival Universitario de Teatro tenía como requisito montar una obra de libre escogencia y una obra colombiana. Yo había leído Los jefes de Vargas Llosa, y me gustó mucho uno de sus cuentos. Además me pareció que se trataba de una obra de Teatro, de tal manera que su adaptación resultó muy sencilla. Algo similar ocurre, por ejemplo con La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio: son obras de Teatro.
 
Yo me encontré con esa obra, tenía pocos actores, y había la posibilidad de hacer esa obra. Después vino lo de Harold Pinter ―autor cuya obra me ha gustado toda la vida, y en particular El cuidador―, la propuse al grupo, pero nos dimos cuenta de que no tenía mucho sentido hacerla acá porque se mencionaban una serie de lugares y circunstancias de un barrio bajo londinense. Un día consideré la posibilidad de trasladar el escenario a Colombia, y de ahí surgió El encargado.
 
Están también las adaptaciones que ha hecho de Dostoievski…
 
Vino luego Dostoievski ―sus novelas y cuentos siempre han ejercido una gran fascinación en mí―, y hay una gran cantidad de versiones de su obra tanto para cine como para teatro, porque su técnica narrativa está sustentada en el diálogo ―en algunas de sus novelas no hay muchas descripciones―: eso es el Teatro y esa es la razón por la que en esas adaptaciones los diálogos sean literales, de tal manera que el trabajo consistió en seleccionar, comprimir y editar. No sé si vuelva a hacerlo, y la verdad es que no pienso mucho en eso, porque prefiero dejar que las cosas se vayan presentando.
 
Parece una tarea más bien sencilla que, tratándose de semejantes obras, debe ser algo más dispendioso y complicado…
 
Sí, pues se trata de leer, leer, y leer una y otra vez la novela, tomar notas. Para el caso de El Idiota trabajé con un estudiante de la Universidad de los Andes que me ayudó muchísimo porque hizo una síntesis de la novela episodio por episodio; para Crimen y castigo comencé con una adaptación muy ingeniosa que hicieron unos gringos al reducir la acción a tres actores, sobre la que me basé pero que hoy nada tiene que ver con la versión del Teatro Libre, salvo por los tres actores.
 
¿Qué tanto se pierde de la versión original?
 
¡Muchísimo! Si se hicieran versiones completas de la novela, durarían no menos de ocho o diez horas, y requerirían de una gran cantidad de actores aparte de una parafernalia técnica tremenda; como nosotros no podemos abarcar todo eso, debemos decidir qué es lo más impactante ―para el caso de Crimen y castigo, la confrontación entre Raskólnikov y el inspector (donde está el mundo de la Rusia zarista del siglo XIX), junto a la relación entre Raskólnikov y la prostituta (que hace parte de la esencia del personaje).
 
Claro que se pierden muchas cosas, pero yo quedo muy contento cada vez que algunas personas del público ―y ha pasado― ven la obra y salen con ganas de leer la novela.
 
¿Qué tanto participan los actores en la construcción de estas adaptaciones?
 
Los actores aportan mucho, desde que nos sentamos a discutir la obra hasta en los ensayos: cada vez que algo no les suena porque les parece retórico, o cuando notan que le hace falta algo a la escena o que hay alguna incoherencia. Uno toma nota y va arreglando las cosas.
 
¿Bajo qué criterios se selecciona una obra?
 
En ese sentido el Teatro Libre es un teatro de director: yo propongo una obra, y ofrezco una visión. Pero en muchos casos no se pueden llevar a cabo y se desechan o se meten a la nevera. ¿Cuáles son esos criterios? No lo sé, son cosas muy intuitivas: uno va en el bus y de pronto aparece algo que lo llama a uno. Lo que sí sé es que una vez que se ha propuesto algo comienza el trabajo en equipo.

 
  

Teatro y política
 
Con unas raíces políticas como las que tuvo el Teatro Libre, ¿qué papel juega la coyuntura social y política a la hora de hacer esa selección?
 
Cuando nosotros comenzamos a hacer teatro ése era el criterio principal: la relevancia política de una obra. Si eso no estaba claro, la obra no se hacía. Pero eso comenzó a cambiar cuando nos dimos cuenta de que la relevancia política de una obra no es algo inmediato o directo, y que una obra sin una carga política aparente puede dejar más reflexiones políticas que una obra esencialmente política.
 
Como todo buen arte, todo buen teatro es político, así no se lo proponga; porque la política habla precisamente de cómo vive la gente. Y en general, lo que muestra el teatro es que se vive muy mal, que hay opresión, miseria y una tremenda injusticia. Lo que uno busca es enriquecer el mundo interior de las personas, desafiar los preconceptos que tiene el público.
 
Tras sus inicios como director en la Universidad de los Andes, pasa a trabajar en la Universidad Nacional. ¿Cómo compara estas dos experiencias?
 
Era algo muy distinto, porque mientras en los Andes trabajaba con gente que conocía y con la que compartía la vida universitaria y social, en la Nacional dirigía un Grupo de Teatro conformado por muchachos que no conocía. Yo era muy radical, estaba muy politizado y le trasmití eso al grupo; cosa que desde el punto de vista teatral no veo como una muy buena experiencia.
 
El movimiento estudiantil estaba en su apogeo y uno funcionaba en torno a la idea de usar el teatro como herramienta política. Además, mientras que en los Andes vivimos un proceso, en la Nacional no lo tuvimos, y después nos echaron junto a otros dos directores.
 
¿Se arrepiente de esa etapa?
 
Yo nunca me arrepiento de nada, porque siempre aprendo algo. Una cosa es arrepentirse y otra valorar todo eso de una manera crítica, porque como para mucha otra gente la Universidad Nacional fue una experiencia muy importante: allá vi Galileo Galilei de Bertolt Brecht dirigida por Santiago García.
 
Los Andes era una Universidad muy pequeña y la Nacional era el referente real, a la que aun siendo estudiante de los Andes me la pasaba asistiendo a toda clase de actos culturales y políticos. Para mí era una dicha poder estar en la Universidad Nacional.
 
El montaje de El rey Lear marca un punto de inflexión en la determinación que asume el Teatro Libre en apartarse de las obras eminentemente políticas. ¿Qué lo hizo escoger esta obra?
 
En sus comienzos, el Teatro Libre lo que hacía era obras colombianas ―aunque también hubo otras. Teníamos un taller de dramaturgia, pero nunca habíamos abordado personajes con las connotaciones de un rey, y además teníamos la necesidad de dar un salto respecto a nuestra propia realidad.
 
Veníamos de hacer obras de Jairo Aníbal Niño, Esteban Navajas, Sebastián Ospina, y yo sabía que debíamos montar un clásico. Yo había leído a Shakespeare, comencé a releerlo, y la obra que comenzó a llamarme de una manera muy intuitiva fue El rey Lear; la propuse al grupo y como siempre hemos sido unos irresponsables decidimos meternos a ver qué pasaba.
 
¿Qué le dejó al Teatro Libre esa experiencia?
 
Nos sirvió como pretexto para aprender técnica ―nunca habíamos hecho una obra en verso―, saber cómo se habla, hacer personajes que no conocíamos e ilustrarnos un poco sobre el teatro de Shakespeare y qué ocurría en esa época. Tardamos año y medio haciéndola y nos sirvió como pretexto para realizar una serie de talleres y seminarios trayendo gente para que nos hablara, investigar y leer todo lo que pudimos sobre el tema.
 
Mencionaba usted la importancia de viajar y conocer otras culturas en su formación como director, ¿por qué ese énfasis y qué destacaría de su paso por el Reino Unido y Francia?
 
Ah, es que eso fue un golpe feroz porque el teatro que se veía acá era el que también se hacía acá, y no había muchas oportunidades de ver obras de afuera, eran experiencias muy ocasionales. De tal manera que al llegar a Londres y ver todo eso, yo no pensé que eso fuera teatro: todos esos actores ―señores de sesenta y setenta años―, esas producciones.
 
Uno aquí hacía ―y sigue haciendo― teatro con las uñas y un poco con los amigos, de una manera muy lúdica. Allá también había esa cosa del juego, pero de todas maneras ese nivel de profesionalismo para mí era algo desconocido. Yo había leído y algo sabía al respecto, pero poder verlo y estar ahí, eso era otra cosa.
 
¿Qué aspectos llamaron su atención de esa experiencia?
 
El teatro allá es algo que pese a su importancia estaba al alcance del lechero o del carnicero, mientras que acá iban y van muy pocas personas, aunque en esa época sí que eran muy, muy pocos.
 
Eso ha cambiado mucho con el turismo, pero en esa época ―años 70― los teatros estaban repletos de toda clase de personas. Ir al Piccolo Teatro de Milán fue para mí una experiencia inolvidable, porque también me di cuenta de que uno no se podía poner a imitarlos porque estaba fuera de nuestro alcance.
 
¿Qué otros montajes y compañías de Teatro recuerda de esa época?
 
El principal referente que había en ese momento allá, y yo diría que en el mudo, era la Royal Shakespeare Company. Y yo procuraba ver todo lo que ellos hicieran: por ejemplo Macbeth llevada a un teatro de cámara en el que solo cabían 100 personas y a excepción de los actores no había nada. Eso fue lo que más me marcó, junto al Piccolo Teatro que pude ver en París.

 
 
  
Escribir para Teatro
 
En 1988 usted decide comisionar a la escritora Piedad Bonnett una versión de Noche de epifanía, de Shakespeare, y comienza una etapa en la que ella escribe algunas obras para el Teatro Libre. ¿Por qué razón decide apartarse de esa labor que usualmente estaba a su cargo?
 
Yo no escribo y nunca me ha dado por escribir, al igual que tampoco me ha dado por hacer paracaidismo. Pero sé que mientras aquí no exista una dramaturgia de carácter nacional el teatro colombiano difícilmente va a poder arrancar.
 
En esa época yo hablé con mucha gente: escritores, gente de teatro; recuerdo haber comisionado cerca de ocho proyectos, ellos tenían muchas ideas y yo también. ¡No salió nada! Y la razón es que escribir para Teatro es muy distinto a escribir literatura, y como acá no hay una tradición, pues no resultaba nada fácil, porque es que eso también es un oficio.
 
¿Qué pasó entonces con Piedad Bonnett?
 
Yo conozco a Piedad Bonnett desde la Universidad, y fue la única que me cogió la flota. De tal manera que, a pesar de no ser una persona vinculada al Teatro, es muy curiosa y le gusta explorar diferentes caminos: ha escrito ensayos, crítica de arte, novela, cuento y poesía.
 
Uno de sus principales referentes es el autor alemán Bertolt Brecht.  ¿Qué tanta influencia sigue ejerciendo en su trabajo?
 
Peter Brook dice que así uno no sea consciente, uno siempre tendrá esa referencia, porque en cualquier montaje contemporáneo Brecht está presente. Yo conozco muy bien su obra―–él además hizo poesía, tiene algunos ensayos y trabajó también alrededor de la música―, y los aportes que hizo al Teatro. Y no es que yo diga, en esta escena voy a usar su método porque eso sería ridículo: Brecht está ahí y uno se da cuenta.
 
De hecho usted también se interesó por el cabaret…
 
Brecht se formó en el cabaret, ahí comenzó su trayectoria como artista: tocaba el clarinete y trabajaba con un cómico alemán muy famoso, Karl Valentin. Es imposible no tener influencia de Brecht, incluso gente que no lo ha leído está influenciada por su trabajo, porque Brecht revolucionó el teatro, al igual que Bach la música.
 
¿Qué otros autores hacen parte de esas referencias imprescindibles a lo largo de su trayectoria?
 
Shakespeare, por supuesto es el primero y el más importante. Soy además un devoto admirador y  lector de Chejov ―lamentablemente nunca he podido hacer una obra suya, pero algún día―, porque considero que es uno de los dramaturgos más importantes en la historia del Teatro junto a Shakespeare y los clásicos griegos.
 
Están también una serie de directores que, así no haya visto su trabajo, tienen una gran influencia en el mío, como el caso de Grotowski, por ejemplo; o Peter Brook y Giorgio Strehler, cuyo trabajo sí tuve la oportunidad de conocer de primera mano.
 
Tras el montaje de El rey Lear, el Teatro Libre trabaja alrededor de obras más bien contemporáneas, y aparece La Orestiada. ¿Tiene alguna explicación este ciclo?
 
Cuando decidimos montar La Orestiada, la Escuela del Teatro está funcionando a todo vapor, y se ha establecido que parte de la práctica que deben hacer sus estudiantes es hacer parte de las obras del Teatro Libre.
 
Y eso cambió todo, porque yo nunca hubiera podido pensar en montar La Orestiada con el grupo de teatro que teníamos, esto si uno quiere hacerla con un coro griego, que además fue la forma como la concibió Esquilo.
 
Cualquier director tiene el sueño de hacer La Orestiada alguna vez, porque esa es la madre del teatro y de ahí sale todo, ¡todo! Además, nosotros nunca habíamos hecho un clásico griego, y todo grupo de teatro está en la obligación de hacerlo.

 
 
El teatro y las artes
 
¿Qué lo llevó a trabajar junto a artistas como Juan Antonio Roda, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar o Pilar Caballero, por mencionar algunos nombres?
 
El Teatro es una mezcla de artes. Grotowski odiaba eso, pero cualquier obra ―así sea la más pobre― incluye una serie de objetos que están ahí con un criterio práctico y estético: la escenografía. Los actores deben salir vestidos: ahí está el vestuario; y hay luces ―así sean unas velas―: ahí está la técnica. El teatro no solo puede ser el actor, y en eso estaba equivocado Grotowski.
 
Yo conocía al Maestro Roda por razones familiares: él era un gran aficionado al teatro y de alguna manera fue un mentor del Grupo de Teatro de la Universidad de los Andes, además de ser el responsable de la primera vez que actúe.
 
¿Cómo fue eso?
 
El Maestro Roda diseñó una obra ―Los cuernos de don Friolera― para la Universidad Nacional de un director español que estuvo aquí alguna vez. Roda me llama, porque sabía que me gustaba el Teatro, me pregunta si quiero actuar, y yo le digo: “¡Claro!”
 
Él quería dirigir y proponía algunas de las escenografías cuando teníamos el grupo en la Universidad de los Andes. Eso entusiasmó a otros artistas ―por ejemplo. Luis Caballero y Santiago Cárdenas― y como Pilar Caballero era discípula de Roda, ahí fue saliendo todo.
 
Lorenzo Jaramillo, que fue el último escenógrafo con el que trabajé después de trabajar con Pilar y Marcos Roda. Él era también del círculo de Roda y ayudó a montar muchas de las escenografías diseñadas por el Maestro.
 
Y continuaron trabajando de la mano de estos artistas…
 
Esos pintores eran gente muy inquieta y muy culta: les gustaba el cine, la literatura; de tal manera que siempre tenían algo que aportar y le daban una dimensión completamente distinta a lo que uno tenía en la cabeza.
 
Recuerdo, por ejemplo, que con El rey Lear nosotros veníamos con una idea, llegó Enrique Grau y nos cambió todo: ideó un único escenario en el que transcurría toda la obra. O cuando Roda hizo Las brujas de Salem: en un escenario amarró un trapo que se iluminaba de diferentes maneras, y a partir del cual se hacían los diferentes ambientes de la obra.
 
¡Eso era clave! Y el trabajo de todos ellos fue esencial para el nuestro. Un muy buen porcentaje de lo que funciona en una obra consiste en tener un buen escenógrafo.
 
De todos son conocidos sus reparos hacia el Teatro experimental y el trabajo de creación colectiva…
 
Sobre el teatro experimental, no. Yo creo que todo el teatro es experimental. Sobre la creación colectiva, el problema es que aquí se entronizó eso como si fuera la panacea y todo aquel que no hiciera parte de eso quedaba fuera de la historia.
Se llegó a crear un método de creación colectiva, que era como una receta de cocina en la que se pretendía establecer una equivalencia entre la creación colectiva y una posición de carácter revolucionario y socialista, asumiendo que el autor era un personaje de carácter individual y burgués.
 
Como acá no había muchos actores, los grupos comenzaron a hacer obras agarrándose de lo que podían hacer entre ellos mismos: eso que después se llamó creación colectiva, a partir de un “método” con el que nunca hemos estado de acuerdo, sobre cuyas cenizas ―porque eso fue una moda que bien muerta está― han comenzado a surgir una serie de jóvenes autores.
 
¿Tan grande es su incomodidad con la creación colectiva?
 
Dentro de la colección colectiva hubo montajes que eran espectaculares, como los que hacía Santiago García, porque él era un gran director que organizaba esa colcha de retazos, dirigía muy bien a los actores, y tenía gran imaginación y mucha gracia.
 
¿Y la televisión?
 
Yo creo que los actores con una formación y cierta inquietud estética no van a la televisión porque les guste, sino porque ese es un modus vivendi. Pero la mayoría de los que terminan allí saben que buena parte de lo que se hace ahí es algo improvisado y hecho a las carreras.
 
Eso hace que se cree una atmósfera de superficialidad en la que los actores comienzan a repetirse porque los ensayos no existen y no hay dirección de actores; los personajes que interpretan terminan por no ser interesantes, los textos son banales, y lo que prima es el rating.
 
En qué termina todo eso: en que a muchos actores les da lo mismo actuar en una obra de Shakespeare que en una telenovela. Y pues sí, aunque es una postura respetable, eso no lo hace un artista, porque la televisión que se hace aquí tiene un carácter eminentemente comercial, superficial y mediocre. Ese es el problema: que aquí no hay una BBC de Londres.
 
¿Ve televisión?
 
Sí, claro. Los canales de aquí no, pero yo veo algunas producciones de Film & Arts y series completas: Six Feet Under ―que además es una frase de Hamlet―, Mad Men, The Sopranos, Breaking Bad.
 
Eso es lo que veo; eso y el fútbol, porque primero que todo está el fútbol y eso mata a cualquier otra cosa: la liga inglesa, la Champions, algo de la española, que es más bien regular, la italiana, que tampoco es muy buena. Ya con eso estoy absolutamente copado, y a pesar de ser hincha de Millonarios de acá no veo absolutamente nada.
 
¿De dónde surgió esa pasión suya por el fútbol?
 
Eso es como una enfermedad que yo no puedo describir; mucha gente se pregunta cómo me puede gustar eso. Y yo no puedo responder a esa pregunta, porque eso es igual a tener diabetes: no se puede explicar. Y eso que todo lo que rodea al fútbol es repugnante: los sueldos de algunos jugadores y toda esa plata que se mueve.
 
Texto:
Juan Carlos Millán Guzmán
Periodista
Dirección de Artes
Ministerio de Cultura
Tel. 3424100   Ext. 1504
Cel. 311 878 67 43
 
Fotos:
Milton Ramírez, Ministerio de Cultura

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