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2014-05-12
 

"La guerra y la paz", por el escritor Santiago Gamboa

 
 
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El escritor colombiano Santiago Gamboa habla sobre la guerra y la paz durante el Encuentro Nacional de Responsables de Cultura. Organizado por el Ministerio de Cultura, el evento reunió a todo el país en torno al papel de la cultura en el posconflicto.


La guerra y la paz
Por Santiago Gamboa

Hace algunos años, siendo diplomático ante la Unesco, le escuché decir al delegado de Palestina la siguiente frase: “Es más fácil hacer la guerra que la paz, porque al hacer la guerra uno ejerce la violencia contra el enemigo, mientras que al construir la paz uno debe ejercer la violencia contra sí mismo”. En efecto, decía él, es muy violento darse la mano y dialogar con quien ha martirizado y herido de muerte a los míos, es violento hacerle concesiones y reconocer como igual al que ha destruido mi casa, quemado mis tierras, usurpado mis templos. Es sumamente violento, y sin embargo debe hacerse. El ser humano, en el fondo, lleva siglos haciéndolo y no hay una pedagogía concreta ni una fórmula que asegure el éxito. Se debe hacer porque se ha hecho siempre y porque es lo correcto, y cuando uno sabe qué es lo correcto, lo difícil es no hacerlo; pero cada vez que se hace es como si fuera la primera vez, porque cada guerra, desde la más antigua, tiene un rostro distinto, una temperatura que le es propia e incluso una cierta prosodia. Esto es comprensible, pues no todas las sociedades luchan de la misma manera y por eso cada guerra es también la expresión de una forma de cultura. Asimismo, cada una tiene su paz, la que le es propia y le sirve sólo a ella, en particular, no a ninguna otra.

 “Los animales luchan entre sí pero no hacen la guerra”, dice Hans Magnus Enzensberger, “El ser humano es el único primate que se dedica a matar a sus congéneres de forma sistemática, a gran escala y con entusiasmo”. ¿Por qué lo hace? Hay motivos históricos que pueden, grosso modo, resumirse en lo siguiente: por territorios, por el control de lugares estratégicos, también por ideologías, lucha de clases, creencias religiosas o atendiendo a sentimientos de injusticia, venganza o revancha. Todo esto puede resumirse aún más en una vieja palabra: el odio. El odio al vecino o al hermano, como en las guerras civiles, o al que es diferente, al que cree en otros dioses o vive en esa tierra que considero mía, al que tiene privilegios que yo anhelo, al que me humilla cotidianamente, al que usa el poder a su favor y en mi contra. Al que controla la economía y los medios. El odio es el más antiguo principio de las guerras porque, este sí, se puede adecuar a cualquier circunstancia, época o lugar. Puede incluso ser, como en los grandes conflictos mundiales, un odio abstracto: a un uniforme, no a quien lo viste. A una bandera o una idea, no específicamente a cada uno de los que creen en ella. 
Por eso cuando el hombre mata sin sentir odio nos parece inhumano.

La historia de Occidente comienza con una larga guerra, la de Troya. O más precisamente aún: comienza con la narración de esa guerra. Por eso, basado en el origen del moderno género de la novela, el crítico George Steiner dice que sólo hay dos tipos de libros: La Ilíada y la Odisea. De Troya en llamas sale Eneas llevando alzado a su viejo padre, y de la mano a su hijo, para iniciar un viaje por el Mediterráneo que lo llevará años después a la península itálica, y su descendencia fundará Roma. Ese origen está a su vez en otro libro, La Eneida, escrito por Virgilio en torno al siglo I a.c. por encargo del emperador Augusto, para atribuirle a Roma algo que ya desde esa época se sabía que sólo pueden hacer los libros: darle una fundación mítica. Esto ocurrió, por cierto, en momentos en que Augusto intentaba apaciguar el Imperio, inmerso desde hacía tiempo en un periodo de guerras civiles.

En el Canto VI de La Eneida, Virgilio le hace decir estas palabras a Anquises, el padre de Eneas, dirigidas al general romano Quinto Fabio Máximo:

Tú, romano, piensa en gobernar bajo tu poder a los pueblos
(éstas serán tus artes), y a la paz ponerle normas,
perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios.

Tú, Romano, regir debes el mundo;
Esto, y paces dictar, te asigna el hado,
Aplacando al soberbio, al iracundo,
Levantando al rendido, al desgraciado.

Al ver el estado del mundo, hoy, comprendemos que la guerra de Troya no ha terminado, y que el ánimo pacificador que exalta el poeta Virgilio sigue siendo necesario, una y otra vez, desde hace más de dos mil años; para aplacar, como dice él, a los soberbios y a los iracundos. La épica fundacional de una nación, por lo general, es la historia de una guerra, y los héroes son siempre soldados. Lo que más se admira es el valor, el arrojo, la resistencia y el sacrificio. Aquí, en España, el libro épico es la historia de un guerrero y su guerra, El Cid Campeador. El de Francia es La canción de Rolando, otro guerrero, lo mismo que el Bewolfo de los daneses, cuyos enemigos son ogros y dragones. Las espadas y las lanzas tienen sed, en estas historias clásicas en las que se forja la identidad de un pueblo.

Pero hay más.

La guerra y el crimen están también en el origen o en la esencia de la mayoría de las religiones: la historia del Cristianismo es en el fondo la historia de un crimen, de una condena a muerte injusta, y el recuerdo y la posterior exaltación de la vida del condenado. El Hinduismo tiene en su panteón al arquero Arjuna, quien debe luchar en la guerra entre Pandavas y Koravas en una batalla que parece aún más grande y monstruosa que la propia guerra de Troya. Dice El Mahabarata: “Entonces, a la vista de los dioses ávidos, se desarrolló un terrible combate. Centenares de miles de soldados se pusieron frente a frente y lanzando gritos entraron en batalla. El hijo no conocía ya al padre, ni el padre al hijo, ni el hermano al hermano, ni el amigo al amigo”. El Judaísmo cuenta con un dios al que su Testamento llama “el dios de los ejércitos”, que sometió a su pueblo a todo tipo de derrotas y dolores. En las religiones aborígenes, según el etnólogo Lévi-Strauss, suele haber un combate entre el Bien y el Mal en el que el héroe se enfrenta en desigualdad de condiciones y al final, como David frente a Goliat, acaba venciendo el Bien. Pero no con argumentos, sino con astucia y una espada.

En América, los primeros libros escritos en español son crónicas de conquistas y batallas. Esa primera literatura latinoamericana nace narrando gestas que pueden incluso ser heroicas y casi siempre sangrientas. Bernal Díaz del Castillo en México, Pedro Cieza de León en Colombia y Perú, mi pariente Pedro Sarmiento de Gamboa en el Océano Pacífico, persiguiendo al corsario sir Francis Drake, al que nunca pudo agarrar, pero en cuya búsqueda acabó conquistando y, como se decía entonces, “descubriendo”, multitud de islas. 

La guerra no sólo forjó una identidad para los pueblos, sino que además, organizó a la sociedad, dándole a los guerreros la casta más alta. La primera nobleza, tanto en Europa como en Asia y África, fue el estamento militar. Hubo que esperar hasta el capitalismo, mucho después, para que se exaltara a la burguesía trabajadora, en un fenómeno muy ligado al crecimiento de las ciudades. 

La guerra, siempre la guerra al principio de todo. Lo importante es lo que se hace después de ella.
Tal vez por esto es que Kant consideró que la paz entre los hombres no es un estado de la naturaleza, es decir que no es natural, y por lo tanto debe ser instituida. Se debe propiciar. En otras palabras, negociar. Si la paz no es un estado natural, aunque sí un fin deseado, quiere decir que es el resultado de un largo proceso de civilización, con todo lo que esto conlleva. Un niño no decide naturalmente resolver sus conflictos con el diálogo, sino a la fuerza. Civilizar o educar a ese niño es depositar en él una serie de contenidos que la humanidad, a través de una larga historia de desastres y oprobios, considera que son razonables para la vida en común. La violencia, en cambio, es una pulsión muy profunda que conecta a ese mismo niño con los gritos de los primeros hombres; con el instinto defensivo, reaccionario y conservador de la especie. Por eso es mucho más fácil ser violento que pacífico, y por eso el llamado del odio y de la guerra, en política, hace rugir a las masas, y es bastante más rediticio que la mesura y el diálogo. Querer construir un estado de paz es insertarse en esa preciosa creación humana que es la civilización; buscar la identidad en la violencia, por el contrario, es dejar resonar a través de nosotros a ese primer homínido que, en el film Odisea 2001, de Kubrick, lanza al aire el fémur de un bisonte; es convocar a Aquiles y al Cid con sus espadas y lanzas. Por eso los nazis revivieron a Sigfrido y adoraron la Cabalgata de las Valkirias. 

En este punto específico, y atendiendo al mundo tal como es hoy, me atrevería a contradecir a Rousseau: no, el hombre no nace bueno y la sociedad lo corrompe. Es al revés: el hombre es un ser violento y egoísta y la sociedad lo educa, lo incorpora a la civilización para que pueda convivir en paz con otros hombres. 

Es la civilización opuesta a la barbarie. 

Del choque brutal entre estas dos visiones del mundo, hace apenas 75 años, en la II Guerra Mundial, nació la nueva Europa que hoy conocemos, con su armonía, su seguridad, su paz. Una paz que costó 50 millones de muertos, según los cálculos más recientes.

Desde un punto de vista epistemológico, es tal vez incorrecto afirmar que haya una “cultura de la violencia”. Sin embargo la guerra sí es un hecho cultural en el sentido de que propicia un debate, se inserta en el imaginario de una sociedad y en su memoria y por lo tanto cincela las ideas que al final se transforman en cultura. Por eso la pintura, la música y la literatura están plagadas de guerras, crímenes, combates y muerte. Tanto el Guernica, de Picasso, como las tradicionales alfombras afganas que incorporaron en el tejido imágenes de helicópteros rusos y bombardeos, son prueba de ello.

II.

Y justamente, ¿dónde han estado los artistas? Siempre cerca del palacio, pues si bien su arte se consideraba inútil para la administración y el manejo del reino, sí era importante para el rey, que sabía o intuía el extraño poder de las ficciones, fueran estas literarias, pictóricas o musicales, con la presunción de que en ellas estaba decidida otra suerte que no era presente sino que tenía que ver con la posteridad, con esa otra obsesión del poder y la memoria que consiste en labrar una imagen para que sea recordada.

Las artes, además, daban al rey sosiego y alimentaban su espíritu, y traían al palacio una atmósfera de exquisitez y modernidad que se contraponía a la vida ruda del campo. En la Ciudad Prohibida, en Pekín, hay un hermoso pabellón dedicado exclusivamente al “cultivo del espíritu” del emperador, pues ya desde entonces se presumía de la existencia de otro tipo de nobleza que era importante adquirir y que no era material, que no dependía del oro ni de las victorias militares.
El artista creció cerca del poder, a veces como bufón y a veces como sabio, pero fue respetado sobre todo por esa extraña y misteriosa relación que los demás presumían o intuían que tenía con el porvenir. Platón decidió expulsarlos de la República por considerar que su arte era la imitación de una imitación, pero esto fue superado y el artista hizo mucho más que versiones celebratorias de la realidad y del poder. 

A finales del siglo XVIII el arte empezó a convertirse en una actividad comercial y salió del palacio. Se fue a los bares, a los burdeles, a los barrios bajos. Empezó a construir otra realidad para atenuar las carencias del mundo. Se hizo moderno. Cuando el arte dejó de ser celebratorio de reyes, o religioso y de temas bíblicos, se alejó de la guerra y empezó a observar la naturaleza, al ser humano común y corriente. Podríamos decir que en ese momento la paz llegó a los lienzos. El arte empezó a celebrar la vida, la frescura y la belleza, de un lado, pero también a interesarse por los grandes dramas de la condición humana: la finitud, la soledad, el desamparo.

¿Y cómo pudo el artista salir del palacio? Gracias a que el arte en general y la literatura en particular se convirtieron en actividades comerciales, que le dieron no sólo sustento sino sobre todo independencia y libertad al artista para tratar cualquier tema y opinar sobre él. En el caso de la literatura, esta libertad se la dieron y se la siguen dando hoy los lectores, y sólo ellos pueden seguirlo haciendo en tiempos difíciles. 

Cuando el artista sale del seno protector del palacio y es libre, se inaugura una cierta modernidad, pues se convierte en una conciencia crítica de la sociedad y la época en la que vive, a veces en un incómodo testigo. O como dice Vargas Llosa: un perpetuo aguafiestas, pues es quien señala y toca las partes que más duelen. 

La literatura, como ya vimos, ha estado siempre ahí. 

Escribió la memoria de las gestas humanas, sus contradicciones y crueldades, y gracias a eso hoy podemos revivirlas e incorporarlas a nuestro imaginario. La literatura nos permite ir allá donde nunca fuimos, estar en batallas colosales, ser el héroe que levanta la espada y al mismo tiempo el soldado que recibe el golpe. Ser una masa dispuesta a decapitar al rey y ser el propio rey, cuya cabeza acabará en un cesto. 

La vida es breve y la literatura es en cambio muy larga y no tiene límites, y por eso nos permite multiplicar esa maravillosa sensación de estar vivos. Un libro leído con intensidad se suma a nuestra experiencia, no sólo a nuestra biblioteca. Por eso Oscar Wilde decía que el gran drama de su vida era la muerte de Lucien de Rubempré, que es un personaje de Balzac. En otras palabras: la literatura nos permite alcanzar lo sublime, que en términos de Kant es la “contemplación de lo terrible, pero desde un lugar seguro”. Además la guerra, al igual que el viaje, es usada frecuentemente como metáfora de la vida. Por este motivo quienes escriben sobre la guerra acaban con frecuencia, y probablemente de forma involuntaria, haciendo profundas reflexiones sobre la condición humana. Es lo que le pasa a Sun Tzé en El arte de la guerra, uno de los libros más antiguos que existen, escrito en el siglo IV A.C.

¿Qué puede hacer la literatura? La literatura puede contar la historia para que las generaciones futuras la lean y la recuerden, y sobre todo para que no se repita. Homero lo dice ya en La Odisea: “Los dioses tejen desdichas a los hombres para que las generaciones venideras tengan algo qué contar”. Y los pueblos desmemoriados, que no conocen su pasado, están condenados a repetirlo. A caer cíclicamente en los mismos errores y dilemas.


Por eso se debe leer, porque, al fin y al cabo, una vida es poca vida. Pero, ¿qué se busca al escribir? No conozco una respuesta mejor que la dada por Saúl Bellow al recibir el premio Nobel de Literatura, en 1976. El dijo: “El público inteligente espera oír del arte lo que no oye de la teología, la filosofía, la teoría social, y lo que no puede oír de la ciencia pura”. “Lo que se espera del arte es que encuentre e indique en el universo, en la materia y en los hechos de la vida, aquello que es fundamental, perdurable, esencial”.

Es por esto mismo que los grandes conflictos, a través de la cultura, se transforman en conocimiento, y ese conocimiento y las convicciones inamovibles a las que una sociedad llega gracias a él, son tal vez la única posible retribución que se obtiene después de la gran derrota que supone cualquier guerra. Porque las guerras no se ganan ni se pierden, sólo se sufren. Y todo el que ha estado en una guerra, así salga ileso, es un herido de guerra. 

Miremos la experiencia de Colombia.

El libro más exitoso de las últimas décadas es la historia de una víctima y su familia. Se llama El olvido que seremos, de Héctor Abad. Con él los lectores colombianos hicimos una profunda catarsis y lloramos, en sus páginas, el asesinato del padre, de nuestro padre. Todos nos convertimos en víctimas y eso nos hizo más sensibles y tal vez un poco más decididos a la hora de rechazar la violencia. Ese libro llevó a la sociedad colombiana a dar un paso en esa dirección, un paso que ya no tiene vuelta atrás. Claro, la literatura ha sido amplia y también nos dio su contrario: la vida privada del sicario que empuña el arma en Rosario Tijeras, de Jorge Franco, o en La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, dos libros que permiten comprender la complejidad de un sistema del que, en el fondo, todos quieren escapar porque todos lo sufren. Leyendo las páginas de Mario Mendoza en novelas como Satanás o Lady Masacre sabemos lo que pasa por las noches en una Bogotá crepuscular, una urbe a veces cruel y despiadada que nos hace comprender mucho mejor la ciudad real y sus problemas. Incluso un fenómeno como el narcotráfico, cuya violencia mayor parece haber emigrado hoy a México, se nos hace más complejo y probablemente por eso mismo más despiadado en las páginas de El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, en donde asistimos a su efecto devastador en la vida privada de personas comunes y corrientes, como le sucede a esa pequeña comunidad rural, atrapada entre dos fuegos, en la novela Los ejércitos, de Evelio Rosero, o en la muy reciente Tierra quemada, de Óscar Collazos, en la que un grupo de civiles es desplazado por los combates y erra de un lugar a otro, sin saber al final si son sólo víctimas civiles o si están presos, en uno de los retratos más lúcidos y desgarradores de ese conflicto al que hoy todos queremos ponerle el punto y aparte, y la palabra “fin”.

Puede que la literatura colombiana no logre por sí misma que nuestro país consiga la paz, pero sí la escribirá, en un futuro que espero sea próximo, para que los lectores la incorporen aún más a su vida, la comprendan mejor y por eso mismo la protejan. Para que tantos años de conflicto se transformen en memoria escrita, en conocimiento. Y así tal vez ya no se repita nunca, porque la lectura nos hace conocer de un modo más profundo las cosas, y quien ha leído de joven las consecuencias de la guerra en su propio medio es difícil que en la edad adulta elija ese camino para resolver sus diferencias, del mismo modo que es improbable que quien se conmovió de joven con el Diario de Ana Frank, se convierta después en un nazi antisemita.

El escritor, por supuesto, no escribe persiguiendo este fin, porque su arte, por definición, no tiene una utilidad específica por fuera de sí mismo. Pero esto no quiere decir que no tenga una utilidad. Hace poco, el escritor William Ospina se preguntaba en otra conferencia por la utilidad de las nubes, y se respondía con un verso de Leopoldo Lugones:

“Las nubes servían para mirarlas mucho”.

Lo mismo pasa con las novelas: sirven para leerlas, para vivir con intensidad lo que hay en ellas. Para leerlas mucho. 
Hace algunos años, en una entrevista, el escritor israelí Amos Oz decía que en el manejo de conflictos como el de Oriente Medio (y aquí podemos agregar tal vez el de Colombia) solían oponerse dos visiones literarias: de un lado la justicia poética al estilo de Shakespeare, en donde nadie transige, en donde los principios y el honor prevalecen sobre todo, incluso sobre la vida, y al final se recupera la dignidad pero con un inconveniente, y es que el escenario queda cubierto de sangre y todos están muertos, dignos pero muertos, como ocurre en Hamlet, Timón de Atenas o Macbeth. 

Del otro lado encontramos la triste e imperfecta justicia humana de Chejov, con personajes que discuten sus desacuerdos, los resuelven y al final regresan a sus casas bastante frustrados. En El tío Vania, Astrov le pide a Vania que le devuelva un frasco de cicuta para suicidarse, y Vania le recomienda que vaya al bosque y se pegue un tiro; al final hacen las paces. Se odian, claro que sí, porque se han provocado heridas que no cicatrizarán en mucho tiempo. Pero llegaron a un acuerdo. Por eso regresan cabizbajos a sus casas, pateando alguna piedra por el camino y murmurando esas frases que nunca llegan a tiempo en las discusiones. Regresan frustrados, sí, pero regresan vivos. 

Esa es la gran diferencia entre los dramas de Chejov y los de Shakespeare. En los de Chejov la vida sigue.
Por fortuna, según veo en las encuestas, los colombianos preferimos la chejoviana actitud del diálogo, por doloroso y frustrante que pueda parecer a algunos sectores, y con todos los riesgos que puede acarrear, antes que la venganza de Hamlet o el resentimiento de Timón de Atenas, tal vez porque la justicia poética, con toda su fuerza expresiva, vive mejor en los implacables versos de Shakespeare que en la realidad.



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