Por Marta Ruiz
Al ministro de Defensa Iván Velásquez no le tiembla la voz para reconocer los crímenes cometidos desde el Estado. El pasado miércoles 14 de agosto, en la Casa de la Memoria de Medellín, comenzó su discurso diciendo sin matices que lo embargaba un gran sentimiento de vergüenza. Habíamos escuchado a los familiares de 35 hombres jóvenes, asesinados a mansalva por miembros del Ejército, presentados todos falsamente como guerrilleros o delincuentes. Asesinados varias veces: una de manera física y otras de manera simbólica en los anodinos despachos judiciales donde sus procesos agonizaban bajo el estigma de una supuesta guerra jurídica. O liquidados también en su dignidad bajo la etiqueta del “algo habrán hecho” o “no estarían cogiendo café”.
Por cerca de dos horas escuchamos a madres, hermanas, hijas, sobrinas, y algunos familiares varones de los jóvenes muertos. Las mujeres en general son las garantes de que la impunidad se acabe. Ellas nunca descansan. No se resignan. Son las portadoras del duelo y se han tomado la voz, la alzan sin miedo. Son un universo diverso, piensan distinto entre sí, sus sentimientos son tan variados que nadie podría decir que representa a las víctimas en su conjunto: unas ya perdonaron, otras aspiran a hacerlo, otras desean vivir con la llama de la rabia encendida. Unas creen que el Ejército fue una organización criminal, otra que se trata de una parte dañada dentro de un cuerpo sano y vigoroso. Todas reconocen que hay un cambio: la vergüenza. Sentir vergüenza es ya una señal de vida, de una moral distinta, de una restitución del honor mancillado. Un Estado que por primera vez les cree a las víctimas a rajatabla, que reconoce sin ambages la verdad pura y dura que también han encontrado los jueces.
Esta era la quinta vez que Velásquez se paraba frente a un público de militares vestidos de gala, mezclados con los sobrevivientes y familias. Estos últimos, trajeados con sus camisetas blancas que llevan en el pecho las fotografías de sus muchachos. Hay personas en Colombia que dicen que ya se cansaron de escuchar a las víctimas, que para qué tanta letanía, que la misma historia siempre. Pero esto es apenas el comienzo. Porque ese relato duro, tan personal en cada caso, tiene que hacer de la vergüenza un sentimiento nacional. Un sentimiento que empuje el cambio cultural, que nos lleve a una nueva conciencia. Que borre sutiles justificaciones como la que le escuché esa mañana a un General de la República: “es que la guerra es cruel”. No. Los crueles somos los seres humanos. Y la realidad de la guerra la cambiamos nosotros, cada uno, cada una.
Las palabras del ministro Velásquez deben resonar en toda la institución militar. No le bastó con reconocer con nombre y apellido la dignidad e indefensión de cada una de las víctimas. Se tomó el trabajo de narrar, para que no quedara duda, la verdad judicial que reposa en 26 sentencias: al que le dispararon por la espalda, el que fue intercambiado como mercancía entre las AUC y el Ejército, el papel reiterado del Gaula del Ejército. Cada caso en un batallón distinto, a lo largo de una década, en diferentes municipios de Antioquia, donde no por casualidad se presentaron el 25% de los más de seis mil casos de falsos positivos.
Quizá no es necesario usar la temida palabra sistemático o política para desnudar la realidad de que las ejecuciones a civiles fueron un patrón generalizado, como bien lo dijo la Comisión de la Verdad. Eso es lo que produce mayor vergüenza. Eso y la incapacidad aún de los altos oficiales de nombrar los crímenes como lo que son: afrentas a la humanidad y no simples errores cometidos por unas pocas ovejas descarriadas o “muertes en el contexto del conflicto armado”. Se necesita trabajar muy profundamente en un cambio de mentalidad en las fuerzas militares. Una nueva conciencia que acepte la vergüenza como un paso en la restauración de los derechos de las víctimas y también de la legitimidad de sus propias tropas. Estos actos contribuyen altamente. Mucho más quizás que los cursos y las cartillas para adoctrinar. Dejar que la vergüenza recorra los cuarteles, que se desparrame como lava por la institución y se convierta en parte de una ética de la vida y de la paz. En un sentimiento honorable.