Por Gabriela Herrera Gómez y Manuel Vega Vargas
Bogotá D.C., 29 de julio de 2024 (@mincultura). Margarita Borda falleció en enero de 1912 en una cama de la que fue la segunda sede del Hospital San Juan de Dios, en la calle San Miguel. Su oficio era “sirvienta” –como consta en los libros necrológicos del Archivo de Bogotá–. Sufría de fiebre tifoidea, una infección ocasionada por una bacteria presente en el agua y los alimentos contaminados. Ese mismo día, quizá en otra sala o corredor, otra mujer –Leticia Lago, bogotana– tuvo un aborto con cuatro meses de embarazo por el mismo padecimiento. De origen boyacense y con apenas 23 años, el cadáver de Margarita y el del feto de Leticia fueron enterrados en un mismo destino: el pedazo de tierra más humilde del Conjunto Funerario del Barrio Santafé, conocido como el Cementerio de pobres.
Veintiséis años después, el primero de enero de 1938, tres pacientes de distintas regiones del país compartieron su último aliento en el Hospital, en la sede de La Hortúa ––la actual, en la localidad Antonio Nariño–. A Julia Moreno, de 35 años, proveniente de Chiquinquirá, Boyacá, la aquejaba un carcoma en la pierna izquierda. Carolina Calderón, de 65 años, de Santander, sufrió una hemorragia cerebral. Ricardo Ramírez, de 46 años, proveniente de Manizales, fue ingresado por peritonitis por herida penetrante hecha por instrumento punzo cortante, según registra el Archivo.
Dos días después, en 1938, Limbania Cortés, de 26 años, proveniente de Anapoima y de oficio desconocido, murió bajo los cuidados del personal del San Juan a causa de una tuberculosis pulmonar. Mientras tanto, en otra sala, tal vez pudo oírse el dolor de Herminia Rodríguez, de Bogotá, cuyo hijo había nacido muerto por placenta previa, una complicación en su embarazo. Ambos pacientes, el cadáver de Limbania y el feto del hijo de Herminia, acabaron en una fosa común en otra zona del Cementerio de pobres.
Pastora Molina, Desposorios Rubiano, Aníbal Molina, Milciades Cabra, Tomasa Pereira, Francisco Rojas e Inocencia Rodríguez, entre otros, son algunos de los nombres de los miles que llegaron al Hospital San Juan de Dios para buscar alivio y salud, pero se encontraron con la muerte. Los 60 libros necrológicos en los que se escribieron los últimos rastros de estos pacientes pertenecen al Fondo Secretaría de Salud del Archivo de Bogotá. Estos documentos son una fuente excepcional para ponerle rostro y nombre a muchos de esos pacientes anónimos que pasaron por el San Juan y que, pese a ser la razón de ser de esta institución, no suelen aparecer en las narrativas históricas sobre el Hospital. Los registros también contienen información valiosa sobre las enfermedades más comunes que se atendían en el Hospital a principios del siglo XX y sobre el personal de salud. Por ello están siendo estudiados por investigadores del equipo de Activación Social y Divulgación del Proyecto de Recuperación del Hospital Universitario San Juan de Dios y Materno Infantil que lidera el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.
Los libros necrológicos recogen las historias de miles de personas de todas las condiciones sociales que vivieron entre 1900 y 1938 en Bogotá, en el contexto de una ciudad que se consolidaba en medio de desigualdades y situaciones precarias, como ocurría en la mayor parte del mundo a principios del siglo XX. Después de ese año, el Registro de defunciones se puso a cargo de los notarios.
Interior de una de las salas del pabellón de hombres. Hospital San Juan De Dios 1940. Archivo Sociedad de Mejoras y Ornato. Citado de la publicación del IDPC Historia del Hospital San Juan de Dios de Bogotá (2008)
La Bogotá de 1900
Al Hospital solían llegar pacientes en diversas situaciones de salud y desde todas las regiones del país. Aunque llegaran de distintas geografías, sus vidas se bifurcaban en los pasillos del San Juan. Por ejemplo, Concepcion Saavedra, de Iza, Boyacá, falleció tras un diagnóstico de ganglios axilares, probablemente a pocos metros de Feliza Montaña, de Bogotá, quien no sobrevivió a una hemorragia cerebral. Ambas fallecieron el 1 de noviembre de 1926. Las unía el haber sido empleadas de oficios domésticos.
En 1900, Bogotá era una ciudad de calles polvorientas en verano y barrizales en invierno, con un tranvía tirado por caballos y vecinos que criaban animales en sus viviendas. El escaso desarrollo del alcantarillado y otros factores como la falta de acueducto y el agua contaminada generaron condiciones insalubres y propicias para el ingreso de calamidades sanitarias como sarampión, tifo, paperas, tos ferina, fiebre tifoidea y viruela, entre muchos otros flagelos que causaron estragos en la población. Según el libro Réquiem por los niños muertos: Bogotá Siglo XX de Cecilia Muñoz V., Ximena Pachón (2002), “a lo largo de la primera parte del siglo XX, los flagelos más mencionados fueron la poliomielitis, la difteria, la fiebre tifoidea, el sarampión y la tos ferina. La difteria era una enfermedad mortalmente aterradora”.
Precisamente, esta última enfermedad y la gripe generaron en 1918 una catástrofe sanitaria. De acuerdo con la publicación Problemática de higiene y hacinamiento en Bogotá a finales del siglo xix e inicios del siglo xx y primer barrio para obreros (2014), los hospitales y cementerios no daban abasto durante la pandemia de gripe. “Los cadáveres hacían antesala en las esquinas, en la entrada del anfiteatro. En las calles, en las entradas de las casas humildes aparecían cadáveres sin identidad que fueron sepultados en fosas comunes”. Entre los años 1918 y 1919, la gripe dejó a su paso 1500 muertos para una población de aproximadamente 150.000 habitantes.
Las epidemias de paperas en los años 20, de sarampión en 1922, de escarlatina en 1926, el regreso de la gripe en 1927 y la parálisis infantil en 1930 fueron el detonante para que las autoridades empezaran a construir mejores condiciones de vida en la ciudad. Así, tras un crecimiento urbanístico y el desarrollo tecnológico, en 1938 la capital alcanzó un registro de 333.312 personas y poco a poco se fue consolidando como lugar de encuentro para miles de migrantes que llegaban en búsqueda de nuevas oportunidades.
A pesar de los constantes desafíos que afrontaba la ciudad en términos de higiene y salud, el Hospital San Juan de Dios siempre fue un lugar para la vida y el cuidado de quienes más sufrieron las consecuencias de un entorno construido bajo el abandono normalizado, la violencia y la alimentación precaria: mujeres que dedicaron sus vidas al cuidado y servicio de la sociedad y hombres que aportaron al desarrollo de la nación como agricultores o jornaleros.
De las 14.633 personas que ingresaron al Hospital San Juan de Dios en 1938, más de la mitad (8.927) fueron mujeres. El registro muestra que de esa cifra fallecieron solamente 1689 pacientes, de los cuales 855 fueron mujeres, de modo que el número de personas que lograban restablecer su salud en el San Juan era significativo. Junto a las mujeres, los niños fueron una de las poblaciones más vulnerables en este periodo. “Buena parte de los recién nacidos morían antes de cumplir el primer año de vida, o en otros casos, no alcanzaban los cinco años de edad”, según lo cuenta la publicación del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC) La Bogotá de los muertos (2023), de Eloisa Lamilla. Esto no ocurría solo por el impacto de las epidemias, sino por la desnutrición, miseria y desamparo de la niñez por parte de los padres y autoridades.
Vista de una de las salas del Antiguo Hospital. "Los Hospitales de San Juan de Dios y de San Jose", El Gráfico 13, N.0 626, 2 de diciembre, 1922, 412. Digitalizado por la Biblioteca Nacional de Colombia.
Las sedes del San Juan
Con una historia de 460 años, que se cumplen el próximo octubre, el Hospital San Juan de Dios ha tenido que desplazarse conforme al crecimiento de la capital: la sede fundacional se instaló detrás de la Catedral desde 1564 hasta 1739, cuando era denominado Hospital San Pedro. Después de esa fecha, pacientes del San Pedro se trasladaron al que se llamó Hospital Jesús, María y José, que estuvo bajo la administración de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. En 1739 fue trasladado a la Calle San Miguel. De 1900 a 1924 los pacientes que se encuentran en los libros necrológicos llegaron a esta última sede, en la calle 12, entre las carreras 9 y 10. Sin embargo, a través de todos estos cambios, en cualquiera de sus sedes, el San Juan siempre fue el refugio para los sectores más invisibilizados.
De acuerdo con la historiadora Eloisa Lamilla, investigadora del equipo del Ministerio de las Culturas dedicado al proyecto de recuperación del Hospital Universitario San Juan de Dios y Materno Infantil, “el Hospital era un espacio para las inmensas mayorías. Es decir, la élite fue y sigue siendo una porción muy pequeña de personas. Ellos pagaban médicos particulares mientras el resto de la sociedad, entre ellos clases medias, bajas y vulnerables iban al San Juan”.
Esta sede en la calle San Miguel fue la que años después recibiría a las personas heridas de la Independencia y de la Guerra de los Mil Días (1899-1902). Entre ellas, hubo cientos de mujeres cuyo servicio al país fue la servidumbre y los quehaceres diarios. Según la publicación del IDPC, “...las partidas [de defunción] asociadas al trabajo del hogar superan a las de los militares en plena Guerra de los Mil días. Las probabilidades de muerte de las personas, en su mayoría mujeres dedicadas al trabajo del hogar, son similares e incluso mayores a estos”.
En octubre de 1902, de las 355 defunciones, hay 62 registradas como militares y 66 asociadas a ‘sirvientas’, ‘oficios domésticos’ y otros ‘oficios de hogar’. A sus 50 años Rosa Díaz, “sirvienta”, falleció por un mal catalogado como ‘miseria fisiológica’, esto es, tal estado de abandono corporal tras extensas jornadas laborales, desnutrición y probablemente exposición a entornos de abandono. Mujeres como Rosa pasan desapercibidas en la historia de la construcción y desarrollo del país, aunque tuvieron que lidiar con las secuelas de una ciudad empobrecida y severa para los desfavorecidos.
En 1911, el Gobierno cedió el lote del Molino de Hortúa para que la Junta de Beneficencia, la autoridad que administraba el San Juan en ese momento, construyera un manicomio. Poco a poco, se autorizó destinar el predio y los pabellones construidos para la ampliación del Hospital. Tras un concurso arquitectónico pionero y un diseño de un plan general del conjunto hospitalario, empezó a operar en 1926. De acuerdo con la historiadora Adriana Uribe, “si tenemos en cuenta que la sede de La Hortúa se inauguró el 7 de febrero de 1926, podemos inferir que todos los pacientes fallecidos en el San Juan de Dios a partir de esa fecha murieron en la sede actual del Hospital”.
Según el registro del San Juan, entre 1927 y 1938 ingresaron 145.815 pacientes, de los cuales fallecieron solo 15.038. En enero de ese último año, Carmen Boada de Amézquita, de 30 años y proveniente del municipio boyacense de Guateque, murió en el Hospital por tuberculosis pulmonar, una enfermedad bacteriana asociada a condiciones de malnutrición y precariedad higiénica. Su oficio no registra. Ese mismo mes, el jornalero Celedonio Cano, de Tibaná, Boyacá, falleció a sus 17 años por causas asociadas, según el registro, a la intoxicación: osteomielitis de la pierna izquierda, esto es, la infección de los huesos.
Estos dos casos muestran una radiografía de los peligros y retos que la capital de principios del siglo XX enfrentó. Las bacterias y gérmenes de todo tipo eran comunes y se propagaban con facilidad, así como las intoxicaciones alimentarias debido a las condiciones de los alimentos y del agua. De igual manera, muchas trabajadoras del hogar también murieron por enfermedades respiratorias como neumonía, bronquitis, congestión pulmonar, asociadas a la cocina en estufa de leña, a calles polvorientas, a espacios húmedos, según lo explica la investigación de Eloisa Lamilla en el libro La Bogotá de los muertos.
Las enfermeras y médicos que lucharon contra la muerte
A sus 46 años, Jiménez Prudencio, de oficio agricultor, fue víctima de una de las epidemias más temidas en la capital: la disentería. El diagnóstico y la muerte fueron certificadas por el doctor José María Lombana Barreneche. Él, junto al equipo de mujeres de las Hermanas de la Presentación –quienes iniciaron la misión de enfermería en Colombia y llevaron la labor hasta 1925– fueron la luz de esperanza y la última compañía de estos pacientes registrados en los libros necrológicos del Archivo de Bogotá.
De hecho, estos médicos construyeron el camino para los profesionales de la salud en Colombia. El doctor Lombana se convertiría posteriormente en el padre de la medicina interna en el país. En la Universidad Nacional dirigió las cátedras de anatomía patológica y de clínica médica, enseñó fisiopatología y trabajó profusamente en la fiebre tifoidea. Incluso, llegó a ser miembro del Partido Liberal y se enfrentó al político Marco Fidel Suárez en las elecciones presidenciales de 1918. Al fracasar en las urnas, regresó al San Juan, donde falleció a los 75 años ejerciendo la medicina.
No menos importante fue el trabajo de las enfermeras. Los inicios de esta profesión en Colombia se remontan a 1873 con la llegada de las seis Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación de la Santísima Virgen, conocidas como las Hermanas de la Presentación. Se dice que el propio Presidente Manuel Murrillo Toro salió a su encuentro en el Hospital San Juan de Dios en la noche del sábado 21 de junio de ese año. Su misión se extendió en varios hospitales del país y su labor de caridad ha sido reconocida en la historia de la salud. Pero la profesionalización de la labor de la enfermería se dio hasta 1925, cuando inició la Escuela de Comadronas y Enfermeras de la Universidad Nacional de Colombia. Finalmente, en 1937 se convirtió en la Escuela Nacional de Enfermeras.
Los registros necrológicos no reconocen los nombres de estas mujeres que estuvieron al servicio de la salud. Fueron ellas las que probablemente acompañaron cada segundo a los pacientes y fueron testigos de este último aliento de sus vidas. Aunque no figuran en los documentos, su labor fue imprescindible para el orden del Hospital.
Gracias a la memoria del San Juan es posible recordar la vida y muerte de tantas personas que hicieron parte de la construcción de la ciudad y el país. El Hospital —hoy en proceso de recuperación y reapertura— es testigo de su existencia. El recuerdo de estos pacientes también refleja otra cara del San Juan de Dios: la más humana, la de ese lugar a donde peregrinaban los desvalidos, los que buscaban atención médica, pero también consuelo.