Por Yuliana Narváez Ángel
En el resguardo kukama de Ronda, ubicado en el departamento de Amazonas, en Colombia, existe una fuerte conexión con el agua. Los abuelos dicen que, así como en la superficie, debajo de los ríos también hay un mundo sumergido y cuando alguien se pierde es porque prefirió quedarse en esa hermosa realidad con el canto de los delfines, de los manatíes y otras especies acuáticas. Es como si las aguas cristalinas fueran una ventana hacia la tierra.
Dicen, también, que son
“gente de agua”
porque, además de vivir a orillas del río Amazonas, su génesis se remonta a una historia mítica con este caudal.
“Hace muchos años
existió un hombre que tenía una pareja”,
cuenta Angélica Huaniri, lingüista e integrante de la comunidad. “Un día, mientras caminaban por la selva, él lanzó su flecha y se formó un majestuoso río, pero ella se perdió. Después, él vagó por el mundo y encontró una sirena, se enamoraron y de allí surgió el pueblo”.
Para llegar a Ronda desde el aeropuerto Alfredo Vásquez Cobo, en Leticia, es necesario transportarse en carro hasta el muelle de la ciudad y, luego, caminar 15 minutos hasta la orilla del río Amazonas buscando sombra bajo los
árboles de plátano. La espera por una embarcación es lenta. Las personas, algunas con niños en brazos, otras con víveres a cuestas, descienden con cuidado por un despeñadero con escaleras de barro, esculpidas por manos comunitarias, que se deshacen por la erosión fluvial. En el horizonte: las banderas de Brasil y Perú.
En una cabaña, que funciona como paradero, una embarcación modesta recoge a quienes se dirigen a Ronda. El viaje dura 45 minutos río adentro. Durante el trayecto, algunas mariposas del color de un limón no maduro guían el camino mientras los cuerpos de árboles talados flotan en la superficie del río como testigos silenciosos de lo implacable que puede ser el consumo.
Pie de foto: A la izquierda: Muelle de Leticia donde se toman las lanchas, visiblemente afectado por la erosión fluvial. A la derecha: Camino hacia Ronda por el río Amazonas.
Este caudal, además de transportar agua, arrastra grandes cantidades de sedimentos o materia sólida que va quedando en el fondo y que formó islas de arena como La Fantasía y Ronda. Precisamente, en esta última se asentó parte de la comunidad kukama en 1925, desplazada desde Nauta, Perú, por la fiebre del caucho.
A pesar de que esta isla fue una esperanza para la comunidad, el abrazo del río ahogaba las cosechas, los animales y las casas en invierno. Entonces, buscaron reubicación en tierra firme. Fue en 1996 cuando se trasladaron definitivamente.
En su nuevo hogar, la entrada del resguardo recibe a la gente con un letrero ajado de madera marcado con la palabra
«Ronda». Al igual que en Leticia, se sube de nuevo escaleras de barro. Después, hay que caminar 10 minutos por una trocha y subir unas escaleras de concreto hasta llegar al salón del resguardo y a la única cancha del pueblo, rodeada por unas gradas, casas de madera, jardines y algunas palmas.
En Ronda viven aproximadamente 300 personas. Todas unidas para recuperar su historia y su cultura. Similar a los árboles, conviven con respeto y se ayudan mutuamente. Según su ley de origen, el agua y la selva no son solo recursos, integran un templo ancestral.
“Sin selva no hay vida, no hay oxígeno. Sin agua, no hay vida. Sin animales, no hay vida”, dice
Henry Silvano, uno de los mayores, pescador y fiscal del resguardo.
Pie de foto: se pierde es porque prefirió quedarse en esa hermosa realidad con el canto de los delfines, de los manatíes y otras especies acuáticas. Foto: Quike Garzón.
En su cotidianidad, los kukama cuidan su hogar, son anfitriones de quienes vienen de afuera. En una ocasión,
se reunieron en el comedor de lo que funge como salón comunal del pueblo. Un par de mujeres extendieron varias hojas de plátano largas donde reposaban porciones de pescado frito, yuca y bolitas de plátano cocinadas. Un bodegón artístico cuya inspiración fue la unión que alimentó a 30 participantes. Aquella vez, cuando participaron de la iniciativa
Ensamble Amazonas: el Amanecer de la Palabra del Minculturas y la Biblioteca Nacional, hicieron teatro.
Después del festín, narraron en una obra el origen de su comunidad. Música, danzas, historias de los abuelos, cerámica. Un
vestuario elaborado con materiales que encontraron en la naturaleza: algodón, hojas de palma, pigmentos y fibras naturales.
“Realizamos exploraciones sensoriales, fuimos a recoger el material juntos, hablamos con las abuelas que recordaban un poco la técnica de cerámica y los materiales que usaban para hacer tinajas”, dice Herlyng Ferla, formador en artes visuales y plásticas del ensamble.
Pie de foto: Abuelas y abuelos
interpretando la importancia de las plantas para su comunidad, en el marco del ensamble. Foto:
Quike Garzón.
En la obra de teatro personificaron a la sirena y al hombre que dio origen a la comunidad. Contaron cómo había sido su reubicación. Cómo los manatíes, los delfines y las tortugas hacían parte de su historia. Cómo los honraban. Cómo el agua es sinónimo de vida.
“La boa es un ser sagrado. Si hay boa, hay agua. Si no hay agua es porque la madre se fue, la boa no está. Es ella la que mantiene todo el equilibrio del mundo acuático”, concluye Angélica.
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