Cerca de 100 niños han aprendido a vivir y a jugar en la clandestinidad como duendes entre los aposentos de un célebre hospital muerto, cuyas glorias desmanteladas encarnan la historia de las varias veces centenarias ciencia médica colombiana. Son los hijos de al menos 80 familias de empleados que, vestidos de blanco riguroso, siguen al frente de sus puestos de trabajo sin recibir sueldo desde hace siete años. Se han instalado a hurtadillas a vivir en los sectores que han encontrado más confortables de los nueve edificios que componen el campus del histórico y abandonado Hospital Estatal San Juan de Dios, el más antiguo de Suramérica, fundado en 1723 por orden de la corona española y también el más grande e importante de Colombia. El edificio primigenio «fue construido bajo la dirección del célebre arquitecto Pérez de Petrés, siguiendo el modelo del Hospital de los Reyes de Navarra», sostuvo el doctor José Félix Patiño en su discurso de posesión como presidente de la Academia Colombiana de Medicina.
La Torre Central forma parte del San Juan de Dios y es patrimonio de los colombianos.
Equipos de diagnóstico y tratamiento de última generación, superiores a muchos de cuantos existen en el resto del país y en algunos casos en Latinoamérica, hacen parte del entumecido patrimonio del San Juan de Dios. El equipo de resonancia magnética nuclear, valorado en cerca de tres millones de dólares, duerme dentro de un edificio blindado hecho para él. «Es la niña consentida del hospital» exclama José Roberto Sotelo, administrador espontáneo del hospital y uno de los seiscientos empleados de mil doscientos que continúan, día a día, al pie del cañón. Este equipo de diagnóstico, de fabricación alemana, está capacitado para escudriñar hasta los escondrijos más profundos del cuerpo humano. Cada tres meses debe ser recargado con helio a un costo de doce mil dólares, que los propios empleados se han empeñado en conseguir sin falta.
El pabellón más moderno de Colombia para tratar el SIDA no alcanzó a ser estrenado cuando el hospital dejó de funcionar, en 2001, sin declaratoria reglamentaria de cierre. Tres decretos del gobierno nacional cambiaron la naturaleza jurídica del hospital, el cierre se precipitó porque no quedó claro qué instancia estatal debía asumir el manejo y el Consejo de Estado, tras un enrevesado proceso, saturado de discusiones y cavilaciones, acaba de conceptuar que le corresponde al departamento de Cundinamarca, entidad territorial que, sin embargo, carece de fondos para responder por el cerro de deudas acumuladas y reabrir el hospital de caridad más grande del país. «El hospital es de una tradición muy grande, donde se educaron todas las generaciones médicas de los últimos 200 años. Todos los profesionales de Bogotá desde 1739 hasta 1950 pasaron por el San Juan de Dios, único hospital que prestaba educación médica», declaró Adolfo de Francisco, reconocido cardiólogo, internista e historiador de la medicina y dos veces director del San Juan de Dios, cargo que también ocupó su padre.
En el siglo XVIII a este hospital perteneció el sabio español José Celestino Mutis, «quien había llegado como médico personal del virrey don Pedro Messía de la Zerda y quien luego de dirigir la admirable empresa de la Expedición Botánica de la América Meridional durante veinte años, ejercía su profesión de médico en la ciudad», dice el discurso ante la Academia del doctor José Félix Patiño. Manuel Elkin Patarroyo, inmunólogo formado en el hospital, hizo en el San Juan de Dios reconocidos descubrimientos de utilidad mundial sobre marcadores genéticos y propuso la primera vacuna sintética contra la malaria, que todavía no se ha logrado. Médicos del Materno Infantil, adjunto al San Juan de Dios, desarrollaron el universalmente famoso método de incubación conocido como “madres-canguro", que permite criar neonatos prematuros en sociedades atrasadas, desguarnecidas de tecnología.
El San Juan de Dios tiene capacidad para mil doscientas camas, posee diecisiete salas de cirugía en las que se practicaban hasta noventa intervenciones programadas por mes y veinte diarias de urgencia. Brindaba cada mes treinta y cinco mil consultas externas en diecisiete especialidades médicas.
Y tenía abierto al público el servicio de diálisis más grande de Colombia. Desde cuando abrió sus puertas hace 242 años hasta cuando fueron cerradas en 2001, el San Juan de Dios fue un hospital de caridad que todavía echan de menos millones de menesterosos y desdichados. Los estudiantes de medicina de la reputada Universidad Nacional de Colombia hacían en él sus prácticas y la mayor parte de las especializaciones.
Jairo Najar, enfermero de bata blanca intachable, acompañó a este periodista en un recorrido a lo largo de las penumbras del Edificio Central, de nueve pisos. Los ascensores no funcionan porque la empresa de energía quitó el servicio y no tiene capacidad para moverlos el generador de emergencia que funciona sin pausa para otras tareas vitales, con combustible regalado por la empresa nacional de petróleos. Las habitaciones de los médicos residentes, de los profesores y de los estudiantes de especializaciones, están ocupadas por familias de trabajadores cuyos hijos pasan como fantasmas en la oscuridad de los pasillos para ir a corretear en los extensos prados enmarañados que separan los edificios de la ciudadela hospitalaria. Todos los días los trabajadores asisten a atender los afanes de este gran hospital muerto. Llevan estadísticas, mantienen al día los equipos y el aseo. Cuando terminan la jornada algunos salen a buscarse el sustento: venden caramelos en las calles, lavan carros o trabajan a destajo en hospitales vivos.
El conjunto arquitectónico del hospital fue declarado patrimonio cultural: desde la vieja sede central de la Colonia en la que hoy vive libre una cabra blanca infectada para una investigación arruinada por el cierre, hasta el espléndido edificio francés de los años veinte, asiento del disuelto Instituto de Inmunología.
Cuando entra la noche, brillan luces aisladas en el edificio de Cirugía Plástica, en el de Órtesis y Prótesis, en el de Salud Mental, en la Torre Central o en la Torre Docente, de 12 pisos. Ya tarde, se apagan en la medida que se van durmiendo, en oficinas y salones, los empleados y sus familias para madrugar a trabajar en el hospital muerto más grande y venerado del país.